Hay días en que uno, al escribir, después de pensar su frase y decidir cómo la va a escribir, la primera palabra nacida de su letra es otra. Existen dos formas de continuar. La primera, sencilla, útil pero tan simplemente anodina, es tachar. La segunda, mi favorita, es continuar a partir de ese incierto comienzo, del falso error, a reconstruir la idea con otras palabras. Se podría pensar que esa frase no estaba hecha para ser escrita de esa manera, y que su estructura original sería sin duda mejor a esta aparente improvisación. Pero quizá fue un instinto subconciente, más veloz y más preciso que nuestra mente, lo que nos orilló a escribir de esa forma particular, lo que además de suponer un reto de exposición, ayudó para perfeccionar el texto, para superarlo. No creo en las coincidencias, incidencias o casualidades, una palabra escrita es reflejo de nosotros mismos, espejo del alma, la cual no debiera seguir la mirada de otro, sino convencerse de la propia, es así que esas entradas subconcientes muestran el yo íntimo, el universo isla personal, ahí radica su valor, escondido bajo el reto que, al final, nos decidirá.
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