Capitán Guinea

Voy a contar lo que pasa en un cruce de carreteras, uno de tantos mas no uno cualquiera. Este curioso punto del mapa está adornado por su plaza del ayuntamiento y su único teléfono público, un banco, un bar, un prado con sus respectivas vacas —mirándote fijo y robándote el alma—, otras tantas que caminan guiadas por payo, perro y bastón (no habló de un caso específico, aquí siempre se ve una de estas curiosas caravanas) y un hombre, con buenos años, probablemente medio loco y que desde hace tiempo aparece para contar, o mejor dicho, convencer a cada uno de los felices transeúntes que día y noche van de un lado a otro sin preocupación alguna, de la que parece ser su única verdad.

Las potenciales víctimas que se pasean por este pequeño pueblo solamente pueden ser: a) sus habitantes: ínfima población, misma que no ha mudado nombres en años y cuyas profesiones son tan variables como para permitirles trabajar el campo o la construcción, dejando el rock duro para su tiempo de ocio. O; b) bebedores, seguidores de la Fe y jugadores de dominó, todos ellos de paso y extremadamente escandalosos: es increíble que en un pueblo que no sobrepasa las treinta casas se puedan contar cuatro iglesias y alrededor de veintitrés locales donde poder tomarse un buen vino; incluido uno (el lugar) que festivamente está dedicado y así nombrado: Maradona. Pero si alguna vez llegan a visitar este curioso lugar yo les recomendaría otra opción, la que sea; sé que gran parte de sus motivaciones viajeras se encuentran en disfrutar una cerveza, o aquello que les guste beber, con la calma de las vacaciones —a veces estas involucran una prisa por conocer cada esquina y no dejar sin visita el más pequeño espacio, pero estoy seguro de que éste no es el caso, ya que las curiosidades del pueblo se limitan por no más de 15 minutos a pie.

Pero la historia que yo les quiero contar va sobre ese viejo que está ahí parado, parte del mobiliario. Si alguna vez pareció que me escapé un poco del tema, no piensen que es por una divagación incontrolable, de hecho, una de las ventajas de escribir es saber que te puedes leer una y otra vez y corregirte hasta estar seguro de estar diciendo lo que quieres, y lo que estoy intentando hacer es ubicarlos entre todas las curiosidades de este lugar, para que la presencia de mi personaje, a pesar de poder pasar desapercibida —si no me creen vuelvan a leer el párrafo sobre la clase de personas que circulan el pueblo y ya decidirán quiénes son los llamativos—, consigue atraer la atención de aquellos que con familiaridad lo saludan y esos otros que todavía con curiosidad escuchamos su fabulosa historia sobre un hombre llamado Capitán Guinea.

Desconozco la cantidad de personas que me hicieron caso y releyeron hasta volver a alcanzar este punto, pero creo que todos pueden estar de acuerdo conmigo en que cuando una persona mayor nos habla de partes de la historia sobre las cuales no tenemos ni la más mínima opinión o comentario —y aunque la tengamos—, tiene un porcentaje de credibilidad notable, más aún cuando la historia contada es totalmente absurda e incapaz de influir de cualquier manera en nuestra persona, incluso en el caso de que la creencia sea absoluta (sobre esta capacidad, en estos alrededores, ya están advertidos).

Pues bien, para satisfacer la necesidad de aquellos curiosos que aún quieren conocer la historia del Capitán Guinea, les puedo adelantar que no es una anécdota lo que alimenta el nombre de este personaje, de hecho creo que no existe memoria sobre algo que haya hecho este hombre en el recuento de sus días, ningún suceso extraordinario que ilumine su porvenir. Entonces, ¿por qué les estoy contando esto?, pues porque este condecorado africano es poseedor de dos cualidades físicas que no han podido ser superadas: su altura y fuerza.

Es verdad, yo lo creo, “el hombre más alto del mundo es el Capitán Guinea. El hombre más fuerte que alguna vez haya pisado esta tierra. Recuerden al Ca....”. A estas alturas de la lectura puede que haya perdido la credibilidad de alguno de ustedes, pero aquel viejo de campo, con su firme idea de que ese inocente conocimiento debería ser difundido, me inspiró confianza y le agregó una curiosidad a mi vida, por no decir que yo, ahora, soy poseedor de la respuesta a una de esas tantas preguntas que sin sentido alguna vez nos hacemos en la vida. Tú, por otra parte: ¿qué sabes?

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