Curandero

Una familia enraizada en el aparente e inmenso verdor de la selva, tras de ellos se asoma una casa, oculta entre el ramaje que la forma y la protege; todos sonríen, marcando pliegues sobre una piel quemada por el sol de siglos. Tienen burla en la mirada, profunda e incisiva. Un recuerdo detenido que salva el oscuro pasillo de la desnudez.

Llegado al final se abre una gran sala, cubierta en su totalidad de una luz que avanza despacio, que retrocede hasta perderse en una serie de ventanas asimétricas por lo más alto. El calor debería ser intenso, pero en su lugar se siente un frescor natural que combina con un suave olor a incienso. Cierra los ojos y respira profundamente, el aire nuevo se opone a la gravedad de sus facciones derrocadas.

La pared a su izquierda muestra un gran calendario, las marcas en él se entienden como escritura en una lengua privada. Abajo, sobre una mesa, la vara fuente del aroma. Un terciopelo azul cuida pequeñas y brillantes piedras de colores translúcidos. El tazón, amarillo y de madera, contiene agua. Un puño de sal sobre el plato que acompasa. A sus pies un gran tapete verde, su ancho bordado se extiende hasta mitad de la habitación y él, atendiendo a las indicaciones, se recuesta boca arriba y cierra los ojos.

Comienza a respirar con ritmo, capturando el aire, ensanchando pecho y estómago, transportándolo sobre cada músculo que al paso agradece; su cuerpo se abandona, sin pertenencia alguna reposa mientras él, indefenso, espera.

Solo queda, con sus ideas. Tirándolas una a una en oscuro pozo busca el vacío, pero éste se ocupa inmediatamente por una percepción que obliga entendimiento. Una sacudida: con el físico petrificado extraños cosquilleos lo recorren sin temor al vértigo, contracciones en el estómago hechas torbellino luchan sin orden y luego descanso, alivio, juventud.

Le tenía miedo a la noche, miedo a sus contradicciones, a su vida desperdiciada. Con rutina y cansancio intentaba dormir, pero noche tras noche, al cerrar los ojos, una oscuridad inconclusa se paseaba por su infinito panorama, los fantasmas de su interior mostraban rostros desgarradores que aclaraban y ennegrecían su mente. Inútilmente quería evitar estas visiones, por medio de la razón, abriendo los ojos, tembloroso por encontrar lo que en él habitaba, descubriendo con terror el fracaso, escondiéndose tras su mirada de un mundo propio.

La imagen de su vida, el tiempo se une en un instante y el nerviosismo regresa a su cuerpo, a su respiración, a la fuerza que aprieta su estómago y empuja la tensión al pecho que, con esfuerzo propio, lucha por conseguir aire, por no reventar, por ahuyentar la energía indeseada. Súbitamente se siente feliz, protegido. Se desvanece hasta no ser siquiera idea, hasta ser muerte por vivir, hasta saberse sin cuerpo o tendido boca arriba en un gran tapete verde.

Siente el sol sobre su rostro, una flor buscando el día aparece en su apacible oscuridad y los poros unánimes de su cuerpo se orientan a esa fuente de calor y vida. Se arrastra a ella hasta perder suelo y viaja; encontrando sin saberlo la verdadera razón de sus personas y situaciones, reconociendo la obviedad en el descubrimiento y motivándose a llegar más lejos, alejándose reformado por una sonrisa que excedía sus facciones, hasta que en el fin de todo él. Mimetizado con el entorno sólo se hacía visible pues no podía ocultar que ocultaba algo. Contento de verse se acerca a si mismo, intentando descubrir su secreto. Encarándose, mira fijamente a sus ojos.

Abre los ojos y nada. Un instante después un suave aroma a incienso lo tranquiliza y su cuerpo recupera el sentido, respira profundamente y escucha la voz que lo llama.

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