Ya son varios los años que lleva viviendo en aquel cuarto, tan chiquito ahí detrás de la iglesia. Por aquí ha pasado algún tiempo de olvido, caminando la mayor parte del día. Así se entretiene y por eso le decimos Otli. Por eso y porque no sabemos cómo se llama.
Ahorita ya saluda a casi todos en el pueblo, casi siempre por compromiso, pero siempre con una sonrisa; pareciera que lo hace por gusto, como riéndose de él mismo.
Su vida es pausada y sin grandes cambios; por lo general se toma un café de olla en el mercado, platica con el heladero del caballo y cuando está solo se vuelve distante, un ausente que busca ganarle un paso a la nostalgia. En sus caminatas se le ve desaparecer por completo.
Al menos así era desde que vino. Pero llegó alguien nuevo, alguien que se le acercó y le dijo Juan Manuel. Él no le quitó los ojos al barro de su taza mientras la voz seguía: Soy yo, Pedro, hijo de Pedro, de Callitlán; tú y mi papá eran amigos desde chavos, pero hace un rato que te perdiste; te buscamos pero no sabíamos nada de ti. Aquí he estado, respondió él, ¿cómo está mi compadre? Sigue mal desde aquel día, ni se le olvida ni quiere decir qué pasó, apenas come y apenas se mueve. Salúdalo de mi parte, esas cosas no le deben pasar a un buen hombre.
Pero tú, ¿cómo has estado?, nunca pensé encontrarte aquí, de repente te escapaste y no te volvimos a ver. Tenía cosas que hacer, ahí la otra les aviso. ¿Te pasa algo? No, no, estoy bien, pero si te puedes mover un poco a la derecha todavía mejor; y sabes qué, no le digas a Pedro que me viste.
Ya el sol le daba de frente, así que pidió la cuenta y se terminó el café con calma: disfrutando el piloncillo, pasando la lengua por sobre los labios, paladeando suave a cada trago, jugando con la cucharita de plástico verde.
Pero el chamaco volvió a hablar, algo no le gustó pues le reclamó la actitud, le dijo que el tal Pedro seguía deprimido y que él, como el mejor amigo que fue, no podía nomás hacerle al loco, sobre todo después de lo que había pasado. Otli se levantó, dijo que lo mejor era que así se quedaran las cosas y que con su permiso se iba, que disfrutara del pueblo.
Salió del mercado y empezó a caminar. Fumando sin filtro se sentó en las escaleras del quiosco al medio de la plaza, respiraba profundo cuando volvió a aparecer el tal Pedrito, que acelerado y torpe preguntó algo como ¿así como así te vas? Le pidió explicaciones por su abandono y el estado de su viejo, quería saber qué pasó y por qué se fue. Otli respondió que poca cosa, soltó el humo y le pidió que lo dejara en paz. Pero fue inútil, las preguntas le regresaban repetidas, buscaban reacción en sus ojos ya opacos de cansancio.
No había una sola nube, el calor pegaba hasta los huesos sin quemar la piel. Todavía sentado llevó el cigarro a su boca, cerró los ojos para disfrutar una brisa que llego en buen momento, pero la voz seguía, de tanta había perdido hasta el tono, como los cascos del caballo de uno, así que él siguió con los ojos cerrados, pero ahora buscando paciencia.
Después de un rato nomás se tallaba la cara, volvía a fumar, a no escuchar, a buscar cualquier cosa entre los globos del globero, entre los niños, las bancas, los árboles, jardines, casas, pájaros, perros y las piedras del camino, se rascaba la cabeza queriendo ignorar esa voz, pero no encontraba cómo, el canijo no se callaba. Lo más sencillo hubiera sido responderle, aclarar las cosas y regresar al pasado, pero ya todos sabíamos que para él esto no tenía sentido, era su verdad inútil.
Segundos antes de perder la calma se levantó y empezó a caminar sin rumbo y sin dar explicación, como cuando solo. Decidió esperar a que se callara, cansara o largara el escuincle, que el tiempo una vez más fuera su cura, así que comió un helado, regresó al mercado, pidió café.
Ahorita ya saluda a casi todos en el pueblo, casi siempre por compromiso, pero siempre con una sonrisa; pareciera que lo hace por gusto, como riéndose de él mismo.
Su vida es pausada y sin grandes cambios; por lo general se toma un café de olla en el mercado, platica con el heladero del caballo y cuando está solo se vuelve distante, un ausente que busca ganarle un paso a la nostalgia. En sus caminatas se le ve desaparecer por completo.
Al menos así era desde que vino. Pero llegó alguien nuevo, alguien que se le acercó y le dijo Juan Manuel. Él no le quitó los ojos al barro de su taza mientras la voz seguía: Soy yo, Pedro, hijo de Pedro, de Callitlán; tú y mi papá eran amigos desde chavos, pero hace un rato que te perdiste; te buscamos pero no sabíamos nada de ti. Aquí he estado, respondió él, ¿cómo está mi compadre? Sigue mal desde aquel día, ni se le olvida ni quiere decir qué pasó, apenas come y apenas se mueve. Salúdalo de mi parte, esas cosas no le deben pasar a un buen hombre.
Pero tú, ¿cómo has estado?, nunca pensé encontrarte aquí, de repente te escapaste y no te volvimos a ver. Tenía cosas que hacer, ahí la otra les aviso. ¿Te pasa algo? No, no, estoy bien, pero si te puedes mover un poco a la derecha todavía mejor; y sabes qué, no le digas a Pedro que me viste.
Ya el sol le daba de frente, así que pidió la cuenta y se terminó el café con calma: disfrutando el piloncillo, pasando la lengua por sobre los labios, paladeando suave a cada trago, jugando con la cucharita de plástico verde.
Pero el chamaco volvió a hablar, algo no le gustó pues le reclamó la actitud, le dijo que el tal Pedro seguía deprimido y que él, como el mejor amigo que fue, no podía nomás hacerle al loco, sobre todo después de lo que había pasado. Otli se levantó, dijo que lo mejor era que así se quedaran las cosas y que con su permiso se iba, que disfrutara del pueblo.
Salió del mercado y empezó a caminar. Fumando sin filtro se sentó en las escaleras del quiosco al medio de la plaza, respiraba profundo cuando volvió a aparecer el tal Pedrito, que acelerado y torpe preguntó algo como ¿así como así te vas? Le pidió explicaciones por su abandono y el estado de su viejo, quería saber qué pasó y por qué se fue. Otli respondió que poca cosa, soltó el humo y le pidió que lo dejara en paz. Pero fue inútil, las preguntas le regresaban repetidas, buscaban reacción en sus ojos ya opacos de cansancio.
No había una sola nube, el calor pegaba hasta los huesos sin quemar la piel. Todavía sentado llevó el cigarro a su boca, cerró los ojos para disfrutar una brisa que llego en buen momento, pero la voz seguía, de tanta había perdido hasta el tono, como los cascos del caballo de uno, así que él siguió con los ojos cerrados, pero ahora buscando paciencia.
Después de un rato nomás se tallaba la cara, volvía a fumar, a no escuchar, a buscar cualquier cosa entre los globos del globero, entre los niños, las bancas, los árboles, jardines, casas, pájaros, perros y las piedras del camino, se rascaba la cabeza queriendo ignorar esa voz, pero no encontraba cómo, el canijo no se callaba. Lo más sencillo hubiera sido responderle, aclarar las cosas y regresar al pasado, pero ya todos sabíamos que para él esto no tenía sentido, era su verdad inútil.
Segundos antes de perder la calma se levantó y empezó a caminar sin rumbo y sin dar explicación, como cuando solo. Decidió esperar a que se callara, cansara o largara el escuincle, que el tiempo una vez más fuera su cura, así que comió un helado, regresó al mercado, pidió café.
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