La audiencia estalló con una ovación plausible por sí misma, las dos graderías se miraban en oscuro velo para intentar reconocerse en la emoción, desgastaban las palmas sin dolor, sin cansancio. Por mi cuerpo se movían extrañas sensaciones, orientando mis poros unánimes a un solo motivo que me obligaba pensar en la ausencia de razones, en la impecabilidad del momento, en la inspiración sibarita.
Vibraciones poderosas recorrían el lugar buscando reacciones en cada uno de los presentes; aturdieron mi motricidad. Aún con las piernas cruzadas y la mirada perdida, aplaudí en ralenti mientras el corazón me latía con apuro, con un ritmo triunfal que cerca estuvo de resolver por lágrimas la alegría cautiva por mi cuerpo.
Mientras tanto él, con inmóvil calma, respiraba. Las manos le temblaban con vida propia, luchaban contra los impulsos de su dueño y los de su multitudinaria parentela de pares que continuaba vociferando a golpes.
No puedo saber con exactitud cuanto tiempo pasó, el público variaba la intensidad de su agradecimiento en un completo desorden general, que unificado por esa tenue luz, atraía todas las miradas a un punto común, haciéndome pensar en lo que sucede cuando se pierden los motivos: es en esos momentos en que los verdaderos placeres aparecen, cuando el gusto por hacer las cosas es total, cuando la grandeza de cada uno encuentra un climax de realización y proceso.
Las reglas que nos dicta la razón y la planificación son difíciles de romper, más cuando aquello que ocupará su lugar es aún incierto. Pero la conciencia del presente que evita conexiones a otro tiempo, obedeciendo únicamente a sus impulsos primarios, es portadora de una múltiple satisfacción: la libertad de hacer cosas que nadie, ni nosotros mismos, nos ha mandado hacer; la confianza en nuestro talento, que en ese momento está listo para llevar la total responsabilidad; el conocimiento de que aquello que se hará nos tendrá, como autores, en el papel de máximo espectador y principal agradecido; la posibilidad de que alguién más reconozca y admire lo realizado.
Él lo sabía, a pesar del sudor en su frente y el supuesto formalismo que impregnaba el lugar, había logrado transformar las caras de concentración que -alguién, alguna vez mintió protocolariamente- se deben conservar, para llevarnos por un viaje festivo que tras la ruptura -formal- de un programa, decidió llamar Session in blue.
Yo seguía intentado con mis teorías, pero la razón se giraba y me regresaba una y otra vez a ese centro de escenario que se resistía en el eco, en la presencia de ese hombre vestido de gris, un traje gris con cierto brillo que escondía una camiseta negra, tan negra como su piel, como su piano, como su gran piano de cola.
El jazzista se levantó, amagando una vez más contra su instrumento, no lo quería dejar, subió el tono de su celebración. Yo seguía sentado, mi percepción de las cosas continuaba en su lentitud y él, ya de pie, se tomó las manos en señal de agradecimiento, levantó la cara y suavemente, como todos, como yo, aclaró el reflejo de sus ojos.
Vibraciones poderosas recorrían el lugar buscando reacciones en cada uno de los presentes; aturdieron mi motricidad. Aún con las piernas cruzadas y la mirada perdida, aplaudí en ralenti mientras el corazón me latía con apuro, con un ritmo triunfal que cerca estuvo de resolver por lágrimas la alegría cautiva por mi cuerpo.
Mientras tanto él, con inmóvil calma, respiraba. Las manos le temblaban con vida propia, luchaban contra los impulsos de su dueño y los de su multitudinaria parentela de pares que continuaba vociferando a golpes.
No puedo saber con exactitud cuanto tiempo pasó, el público variaba la intensidad de su agradecimiento en un completo desorden general, que unificado por esa tenue luz, atraía todas las miradas a un punto común, haciéndome pensar en lo que sucede cuando se pierden los motivos: es en esos momentos en que los verdaderos placeres aparecen, cuando el gusto por hacer las cosas es total, cuando la grandeza de cada uno encuentra un climax de realización y proceso.
Las reglas que nos dicta la razón y la planificación son difíciles de romper, más cuando aquello que ocupará su lugar es aún incierto. Pero la conciencia del presente que evita conexiones a otro tiempo, obedeciendo únicamente a sus impulsos primarios, es portadora de una múltiple satisfacción: la libertad de hacer cosas que nadie, ni nosotros mismos, nos ha mandado hacer; la confianza en nuestro talento, que en ese momento está listo para llevar la total responsabilidad; el conocimiento de que aquello que se hará nos tendrá, como autores, en el papel de máximo espectador y principal agradecido; la posibilidad de que alguién más reconozca y admire lo realizado.
Él lo sabía, a pesar del sudor en su frente y el supuesto formalismo que impregnaba el lugar, había logrado transformar las caras de concentración que -alguién, alguna vez mintió protocolariamente- se deben conservar, para llevarnos por un viaje festivo que tras la ruptura -formal- de un programa, decidió llamar Session in blue.
Yo seguía intentado con mis teorías, pero la razón se giraba y me regresaba una y otra vez a ese centro de escenario que se resistía en el eco, en la presencia de ese hombre vestido de gris, un traje gris con cierto brillo que escondía una camiseta negra, tan negra como su piel, como su piano, como su gran piano de cola.
El jazzista se levantó, amagando una vez más contra su instrumento, no lo quería dejar, subió el tono de su celebración. Yo seguía sentado, mi percepción de las cosas continuaba en su lentitud y él, ya de pie, se tomó las manos en señal de agradecimiento, levantó la cara y suavemente, como todos, como yo, aclaró el reflejo de sus ojos.
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