Sin voltear atrás, sin detenerme, sin importar lo que haga soy eternamente perseguido. Simula una pesadilla que aturde y termina con una ligera gota de sudor. Simula empapar todo mi cuerpo, todo cuanto lo rodea y da forma.
La idea de no hallar escape ante algo incierto, algo que jamás me ha dado la cara, me hace pensar si es que corro por necesidad, por cobardía, por justicia o por falta de ella. Por placer.
Entre árboles, por muros, sobre azoteas, ante personas que indistintas me ayudan y me delatan. Corriendo, quizá, con temeridad en busca de algo que sólo yo deseo. Involucrado en una competencia en la cual no hay premio ni rivales, inexistente sin mí.
Con habilidades sobrehumanas salto y trepo para llegar a una antigua casa cuya escalera metálica en forma de caracol me lleva a un enorme techo de piedra que juzgo último depósito. Quiero bajar, escapar con la razón, utilizar la inteligencia que habita el engaño, la destreza para enfrentar el temor. Escapo por debilidad, por rechazo a un perseguidor que, pienso, puedo ser yo mismo. Arranco de nuevo.
La ansiedad que me produce el no poder detenerme se torna insoportable. La mantiene con vida la gracia de saberme un gran prófugo. Doy provecho a cualquier formación o malformación del entorno. Utilizo mi cuerpo sin vacilar y sin errores. Soy el mejor por un tiempo indefinido. Las pequeñas satisfacciones de descubrimiento y avance -victoria en una batalla eternamente perdida-, se contraponen a la desesperación y dan sentido a la huida.
El paisaje ya no cambia. Es rutina y costumbre. Estoy en el lugar incierto donde todo comenzó. Despierto sin miedo pero con desolada tristeza, con impotencia, posiblemente el peor de los males a los que se ha tenido que enfrentar el hombre.
Una mujer. Sed y aliento. Corro a abrazarlas, a tenerlas, pero no; el anhelo y la búsqueda de la belleza no son trabajo sencillo. Estoy cansado, siento el deber de descansar, de regresar al sueño, a la buena vida que confundo con la realidad.
La idea de no hallar escape ante algo incierto, algo que jamás me ha dado la cara, me hace pensar si es que corro por necesidad, por cobardía, por justicia o por falta de ella. Por placer.
Entre árboles, por muros, sobre azoteas, ante personas que indistintas me ayudan y me delatan. Corriendo, quizá, con temeridad en busca de algo que sólo yo deseo. Involucrado en una competencia en la cual no hay premio ni rivales, inexistente sin mí.
Con habilidades sobrehumanas salto y trepo para llegar a una antigua casa cuya escalera metálica en forma de caracol me lleva a un enorme techo de piedra que juzgo último depósito. Quiero bajar, escapar con la razón, utilizar la inteligencia que habita el engaño, la destreza para enfrentar el temor. Escapo por debilidad, por rechazo a un perseguidor que, pienso, puedo ser yo mismo. Arranco de nuevo.
La ansiedad que me produce el no poder detenerme se torna insoportable. La mantiene con vida la gracia de saberme un gran prófugo. Doy provecho a cualquier formación o malformación del entorno. Utilizo mi cuerpo sin vacilar y sin errores. Soy el mejor por un tiempo indefinido. Las pequeñas satisfacciones de descubrimiento y avance -victoria en una batalla eternamente perdida-, se contraponen a la desesperación y dan sentido a la huida.
El paisaje ya no cambia. Es rutina y costumbre. Estoy en el lugar incierto donde todo comenzó. Despierto sin miedo pero con desolada tristeza, con impotencia, posiblemente el peor de los males a los que se ha tenido que enfrentar el hombre.
Una mujer. Sed y aliento. Corro a abrazarlas, a tenerlas, pero no; el anhelo y la búsqueda de la belleza no son trabajo sencillo. Estoy cansado, siento el deber de descansar, de regresar al sueño, a la buena vida que confundo con la realidad.
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